Fuente: Periodismo Humano
Es callado, tímido. Lleva unos 30 minutos en la sala y nadie ha reparado en él. Viste un polo de manga larga, discreto, unos pantalones marrones ni nuevos ni viejos. Es (o está) muy delgado, y aunque mira con atención a las conversaciones que tiene alrededor algo en sus ojos te dice que lo hace más bien por educación y que no está entendiendo gran cosa. Alguien comenta en voz baja: “oye, y este chico hindú, ¿quién es?”.
Su piel es tostada, de un tono mate, y su mandíbula hace ángulo y se desvía ligeramente a la izquierda cuando aprieta los dientes; su pelo es muy negro, denso, corto por los lados, más largo en la parte superior de la cabeza. Pero no es hindú, no. Es hondureño y se llama Ricardo. El día de su 42 cumpleaños, el 13 de abril de 2010, lo metieron en un avión y lo sacaron de su país rumbo a España; 24 horas antes, una bala había sobrevolado su cabeza.
Los peores cuatro meses de la vida de Ricardo Figueroa comenzaron el 3 de enero de 2010. “Yo estaba en Tegucigalpa e iba para mi trabajo, tranquilo”, y de hecho no aparenta ser un hombre nervioso. “Nunca hasta ese día pensé que podría estar estar en una lista negra”, nos cuenta respirando hondo para recordar cómo en su país había llegado a ser un activista reconocido en la comunidad homosexual. “Comenzamos con actividades de concienciación sobre el SIDA. Pero de ahí pasamos a reclamar la visibilidad social de los homosexuales, y a defender su particicipación política y ciudadana”. Cuando fructificó el golpe de Estado militar del 28 de junio de 2009, que impulsó meses después unas elecciones tuteladas por el Ejército, “Honduras se convirtió en un país dirigido por homófobos” y Ricardo consideró que el paso natural del colectivo LGTB era implicarse en la oposición política.
Aquel 3 de enero iba “de camino a la oficina y paré en un mercado a esperar que abrieran. Se acercó un hombre, vestido de civil pero con actitudes militares”. La fragilidad y la timidez del Ricardo de las apariencias van dejando paso a un hombre seguro manejando palabras. “Se para a mi lado y comienza a preguntarme por cuestiones triviales, partidos de fútbol y alguna anécdota de la plaza donde estábamos. Al cabo de un rato, me menciona el golpe de Estado, que qué me parece”. Ricardo contesta que no tiene ningún punto de vista al respecto, que no es político ni trabaja en “esas cosas”, que a él no le gusta discutir “ni de fútbol, ni de religión, ni de política”. A pesar de que “yo me intentaba zafar del tema, él volvía. Me hacía preguntas sobre si yo pertenecía a la resistencia… Me di cuenta de que aquello era un interrogatorio”. Ricardo se despide de su interlocutor intentando contener las prisas por salir de allí. Cuando lo intenta, éste le agarra del brazo y cambia el tono: “Sabemos dónde vives, conocemos tu barrio, sabemos todo de ti, Ricardo”.
Aparecieron unas chicas en la plaza, “era mi oportunidad para desconcertarle: le abracé, incluso le di un beso. Él me empujó y salí corriendo”. Pocas horas después la organización de derechos humanos hondureña COFADEH anotaba el nombre de Ricardo en la lista de amenazados. La visita en el mercado no había constituido una anécdota. Varias ONG internacionales han denunciado la ola de asesinatos contra homosexuales y transexuales en Honduras, recrudecida desde el golpe. “Lo que diferencia nuestro caso del de otros colectivos de oposición es que hay un agravante de odio por nuestra condición sexual; con nosotros se ceban, son crímenes más sádicos. Además de ser asesinado, a un compañero de mi organización, Walter Trochas, lo secuestraron en tres ocasiones, lo torturaron y le cortaron la lengua”, dice. “Conocemos varios casos más de personas a las que les han cortado los genitales”.
El incidente del mercado abrió a la paranoia las puertas de la mente de Ricardo. “Entras en bloqueo emocional, le tienes pánico a la gente, te alejas de tus amigos, comienza la psicosis. No te encuentras a gusto con nadie y a la vez no quieres estar sólo en la calle”. ¿Por qué a mi?, había llegado el momento de hacerse esa pregunta: “Mi perfil activista no es tan alto como para esto”, pensó y sigue pensando ahora. Y añade sin estar seguro de si debe contarlo: “teníamos un infiltrado: un español que a nosotros nos dijo que era periodista, que nos apoyaba desde dentro, y que en realidad nos estaba espiando, dando informes de mis rutinas y las de Walter”.
Hay que hacer vida, se dijo. Pero poco más de un mes después, otro susto. “Otra vez en frente del trabajo, dos hombres se bajan de una camioneta de cristales oscuros”. Los policías le piden el carné de indetidad, y “sin casi mirarlo”, le solicitan que les acompañe porque había un problemilla con el documento. “Yo les pedí que me permitieran hacer una llamada y ellos me respondieron ‘no, no, pero si esto no es una detención, es sólo para arreglarte el problema…’. Yo insistí en que me dejaran llamar a COFADEH y, al nombrar a la organización, se les cambió la cara. ‘No, no tienes ningún problema, te puedes ir…’”. Cuando se dieron media vuelta, Ricardo asegura que les escuchó decir: “ya van dos, a la tercera va la vencida”.
La familia de Ricardo, sus padres, sus hermanos, sus sobrinos, no sabían nada de su activismo, “yo llevaba tiempo viviendo lejos de ellos y no quise preocuparles”. Eso explica su reacción en lo que Ricardo llama “el tercer intento de secuestro”. Estaba en casa de su madre, a finales de febrero. Suena el teléfono: “Ricardo, la camioneta”, la de los cristales oscuros, “está aquí, no salgas”. A pesar del consejo de su amigo desde algún lugar del barrio, “yo estaba con mi madre y preferí salir; si me pasaba algo, que me pasara en la calle, a mí solo”. Mientras tanto, un grupo de amigos de Ricardo empieza a reunir gente en la calle “con el pretexto de jugar al fútbol” pero con el objetivo real de disuadir a los visitantes, por acumulación de testigos. Lo consiguieron. La camioneta de los cristales tintados arrancó y se fue. Al día siguiente, Ricardo debería dejarlo todo para esconderse durante en una pequeña aldea en la montaña.
Ricardo permaneció dos meses en la montaña, justo hasta “el día en que quisieron asesinarme”. El día antes de su cumpleaños, el 12 de abril, se cruzó en un camino de tierra con una mujer de la aldea. Nada raro hasta que sus ojos expresaron alerta y el miedo volvió a activar sus resortes; Ricardo miró hacia atrás y pudo ver a dos personas en una motocicleta. “Sacaron un arma, apuntaron hacia mi, y me tiré al suelo. Dispararon”, y la voz se le hace oscura, “dispararon pero no me dieron. Pasaron con la moto junto a mi y siguieron, se fueron”.
Bonito aniversario para Ricardo Figueroa. “No se podía esperar más, me dijeron. Al día siguiente, el 13 de abril de 2010, cumplí años volando hacia España para solicitar asilo político”. En este momento de la conversación Ricardo nombra a una persona que no había aparecido en el relato: su novio. “Llevaba 5 años viviendo con él y no pude ni despedirme”, y de pronto el drama del amor se antoja más tremendo que el de las pistolas y los cristales tintados. “Las primeras semanas intentamos conservar lo que teníamos, pero fue imposible, yo no voy a poder volver y hablar nos lo hacía más difícil a los dos. Es el punto y final”. Y siente que escapar con vida es en parte una derrota: “Lo he tenido que dejar todo, me han dejado sin nada. En parte han logrado asesinarme, porque me han apartado del camino“.
El trámite definitivo para obtener el asilo político terminó hace un mes. Vive en Mérida e intenta reconstruir su vida en un país en el que nunca se había planteado vivir: “Yo jamás me había planteado emigrar a España, si lo pienso no sé qué hago aquí. No es una decisión tomada voluntariamente por motivos económicos, por ejemplo. Ahora tengo que construir todo de nuevo”…
¿Activismo? ¿política? ¿derechos de los homosexuales? “Cuando llegué quise dedicarme a la vida sencilla, no complicarme más la vida, no más. Pero tengo a CEAR Extremadura apoyándome, tengo a la Fundación Triángulo conmigo, y tengo a un país, España, que me protege; ahora no me veo abandonando la trayectoria de defensa de derechos humanos que ha sido mi vida. Desde aquí intentaré ayudar en lo que pueda a la gente de Honduras”, aunque su organización haya sido desmantelada y aunque otro compañero suyo haya sido encontrado muerto tras un mes desaparecido.
Ricardo va aceptando su nueva vida despacio, soltando las amarras cuando ya no queda más remedio. “Mi familia se enteró de que yo era activista de la comunidad LGTB, de que me habían amenazado e intentado asesinarme y de que me había refugiado en España cuando yo ya llevaba un mes aquí”. Trató de ocultar los cuatro meses más difíciles de su vida. “Mis amigos me han dicho que ya los han dejado en paz, que por la casa de mi madre ya no se ve la camioneta de los cristales oscuros”.
Es callado, tímido. Lleva unos 30 minutos en la sala y nadie ha reparado en él. Viste un polo de manga larga, discreto, unos pantalones marrones ni nuevos ni viejos. Es (o está) muy delgado, y aunque mira con atención a las conversaciones que tiene alrededor algo en sus ojos te dice que lo hace más bien por educación y que no está entendiendo gran cosa. Alguien comenta en voz baja: “oye, y este chico hindú, ¿quién es?”.
Su piel es tostada, de un tono mate, y su mandíbula hace ángulo y se desvía ligeramente a la izquierda cuando aprieta los dientes; su pelo es muy negro, denso, corto por los lados, más largo en la parte superior de la cabeza. Pero no es hindú, no. Es hondureño y se llama Ricardo. El día de su 42 cumpleaños, el 13 de abril de 2010, lo metieron en un avión y lo sacaron de su país rumbo a España; 24 horas antes, una bala había sobrevolado su cabeza.
Los peores cuatro meses de la vida de Ricardo Figueroa comenzaron el 3 de enero de 2010. “Yo estaba en Tegucigalpa e iba para mi trabajo, tranquilo”, y de hecho no aparenta ser un hombre nervioso. “Nunca hasta ese día pensé que podría estar estar en una lista negra”, nos cuenta respirando hondo para recordar cómo en su país había llegado a ser un activista reconocido en la comunidad homosexual. “Comenzamos con actividades de concienciación sobre el SIDA. Pero de ahí pasamos a reclamar la visibilidad social de los homosexuales, y a defender su particicipación política y ciudadana”. Cuando fructificó el golpe de Estado militar del 28 de junio de 2009, que impulsó meses después unas elecciones tuteladas por el Ejército, “Honduras se convirtió en un país dirigido por homófobos” y Ricardo consideró que el paso natural del colectivo LGTB era implicarse en la oposición política.
Aquel 3 de enero iba “de camino a la oficina y paré en un mercado a esperar que abrieran. Se acercó un hombre, vestido de civil pero con actitudes militares”. La fragilidad y la timidez del Ricardo de las apariencias van dejando paso a un hombre seguro manejando palabras. “Se para a mi lado y comienza a preguntarme por cuestiones triviales, partidos de fútbol y alguna anécdota de la plaza donde estábamos. Al cabo de un rato, me menciona el golpe de Estado, que qué me parece”. Ricardo contesta que no tiene ningún punto de vista al respecto, que no es político ni trabaja en “esas cosas”, que a él no le gusta discutir “ni de fútbol, ni de religión, ni de política”. A pesar de que “yo me intentaba zafar del tema, él volvía. Me hacía preguntas sobre si yo pertenecía a la resistencia… Me di cuenta de que aquello era un interrogatorio”. Ricardo se despide de su interlocutor intentando contener las prisas por salir de allí. Cuando lo intenta, éste le agarra del brazo y cambia el tono: “Sabemos dónde vives, conocemos tu barrio, sabemos todo de ti, Ricardo”.
Aparecieron unas chicas en la plaza, “era mi oportunidad para desconcertarle: le abracé, incluso le di un beso. Él me empujó y salí corriendo”. Pocas horas después la organización de derechos humanos hondureña COFADEH anotaba el nombre de Ricardo en la lista de amenazados. La visita en el mercado no había constituido una anécdota. Varias ONG internacionales han denunciado la ola de asesinatos contra homosexuales y transexuales en Honduras, recrudecida desde el golpe. “Lo que diferencia nuestro caso del de otros colectivos de oposición es que hay un agravante de odio por nuestra condición sexual; con nosotros se ceban, son crímenes más sádicos. Además de ser asesinado, a un compañero de mi organización, Walter Trochas, lo secuestraron en tres ocasiones, lo torturaron y le cortaron la lengua”, dice. “Conocemos varios casos más de personas a las que les han cortado los genitales”.
El incidente del mercado abrió a la paranoia las puertas de la mente de Ricardo. “Entras en bloqueo emocional, le tienes pánico a la gente, te alejas de tus amigos, comienza la psicosis. No te encuentras a gusto con nadie y a la vez no quieres estar sólo en la calle”. ¿Por qué a mi?, había llegado el momento de hacerse esa pregunta: “Mi perfil activista no es tan alto como para esto”, pensó y sigue pensando ahora. Y añade sin estar seguro de si debe contarlo: “teníamos un infiltrado: un español que a nosotros nos dijo que era periodista, que nos apoyaba desde dentro, y que en realidad nos estaba espiando, dando informes de mis rutinas y las de Walter”.
Hay que hacer vida, se dijo. Pero poco más de un mes después, otro susto. “Otra vez en frente del trabajo, dos hombres se bajan de una camioneta de cristales oscuros”. Los policías le piden el carné de indetidad, y “sin casi mirarlo”, le solicitan que les acompañe porque había un problemilla con el documento. “Yo les pedí que me permitieran hacer una llamada y ellos me respondieron ‘no, no, pero si esto no es una detención, es sólo para arreglarte el problema…’. Yo insistí en que me dejaran llamar a COFADEH y, al nombrar a la organización, se les cambió la cara. ‘No, no tienes ningún problema, te puedes ir…’”. Cuando se dieron media vuelta, Ricardo asegura que les escuchó decir: “ya van dos, a la tercera va la vencida”.
La familia de Ricardo, sus padres, sus hermanos, sus sobrinos, no sabían nada de su activismo, “yo llevaba tiempo viviendo lejos de ellos y no quise preocuparles”. Eso explica su reacción en lo que Ricardo llama “el tercer intento de secuestro”. Estaba en casa de su madre, a finales de febrero. Suena el teléfono: “Ricardo, la camioneta”, la de los cristales oscuros, “está aquí, no salgas”. A pesar del consejo de su amigo desde algún lugar del barrio, “yo estaba con mi madre y preferí salir; si me pasaba algo, que me pasara en la calle, a mí solo”. Mientras tanto, un grupo de amigos de Ricardo empieza a reunir gente en la calle “con el pretexto de jugar al fútbol” pero con el objetivo real de disuadir a los visitantes, por acumulación de testigos. Lo consiguieron. La camioneta de los cristales tintados arrancó y se fue. Al día siguiente, Ricardo debería dejarlo todo para esconderse durante en una pequeña aldea en la montaña.
Ricardo permaneció dos meses en la montaña, justo hasta “el día en que quisieron asesinarme”. El día antes de su cumpleaños, el 12 de abril, se cruzó en un camino de tierra con una mujer de la aldea. Nada raro hasta que sus ojos expresaron alerta y el miedo volvió a activar sus resortes; Ricardo miró hacia atrás y pudo ver a dos personas en una motocicleta. “Sacaron un arma, apuntaron hacia mi, y me tiré al suelo. Dispararon”, y la voz se le hace oscura, “dispararon pero no me dieron. Pasaron con la moto junto a mi y siguieron, se fueron”.
Bonito aniversario para Ricardo Figueroa. “No se podía esperar más, me dijeron. Al día siguiente, el 13 de abril de 2010, cumplí años volando hacia España para solicitar asilo político”. En este momento de la conversación Ricardo nombra a una persona que no había aparecido en el relato: su novio. “Llevaba 5 años viviendo con él y no pude ni despedirme”, y de pronto el drama del amor se antoja más tremendo que el de las pistolas y los cristales tintados. “Las primeras semanas intentamos conservar lo que teníamos, pero fue imposible, yo no voy a poder volver y hablar nos lo hacía más difícil a los dos. Es el punto y final”. Y siente que escapar con vida es en parte una derrota: “Lo he tenido que dejar todo, me han dejado sin nada. En parte han logrado asesinarme, porque me han apartado del camino“.
El trámite definitivo para obtener el asilo político terminó hace un mes. Vive en Mérida e intenta reconstruir su vida en un país en el que nunca se había planteado vivir: “Yo jamás me había planteado emigrar a España, si lo pienso no sé qué hago aquí. No es una decisión tomada voluntariamente por motivos económicos, por ejemplo. Ahora tengo que construir todo de nuevo”…
¿Activismo? ¿política? ¿derechos de los homosexuales? “Cuando llegué quise dedicarme a la vida sencilla, no complicarme más la vida, no más. Pero tengo a CEAR Extremadura apoyándome, tengo a la Fundación Triángulo conmigo, y tengo a un país, España, que me protege; ahora no me veo abandonando la trayectoria de defensa de derechos humanos que ha sido mi vida. Desde aquí intentaré ayudar en lo que pueda a la gente de Honduras”, aunque su organización haya sido desmantelada y aunque otro compañero suyo haya sido encontrado muerto tras un mes desaparecido.
Ricardo va aceptando su nueva vida despacio, soltando las amarras cuando ya no queda más remedio. “Mi familia se enteró de que yo era activista de la comunidad LGTB, de que me habían amenazado e intentado asesinarme y de que me había refugiado en España cuando yo ya llevaba un mes aquí”. Trató de ocultar los cuatro meses más difíciles de su vida. “Mis amigos me han dicho que ya los han dejado en paz, que por la casa de mi madre ya no se ve la camioneta de los cristales oscuros”.