Fuente: Nueva Tribuna
Escribía Sergio Ramírez en EL PAÍS (periódico que leo desde que salió en 1976 pese a discrepar de su línea editorial en muchos aspectos, y no voy a dejar de hacerlo ahora porque tenga una regañina con Zapatero) contra los intentos de perpetuarse en el poder del colombiano Uribe y lo ponía en el mismo saco que a su rival venezolano Chávez porque “de acuerdo con la tradición agitada del continente, toda reelección ha dejado siempre un rastro negativo de violencia y desconcierto".
Es sabido que el izquierdismo le sobrevino a Manuel Zelaya tardíamente, a mitad de su mandato, con gran sorpresa de su propio partido, el liberal, uno de los tradicionales de la oligarquía, a la que su familia pertenecía. Su propio padre fue condenado por complicidad en el asesinato de catorce sindicalistas campesinos. Entonces decidió alinear a su país con el ALBA de Hugo Chávez y forzar su continuidad en el mando sin consenso interno para ninguna de las dos cosas.
La comunidad internacional ha reaccionado hasta ahora con coherencia y con firmeza contra el gobierno “de facto” sin limitarse a la simple condena, tomando medidas efectivas de presión como la de retirada de embajadores y de las ayudas económicas y también la Unión Europea (con la activa participación del gobierno español) ha suspendido las negociaciones con Centroamérica hasta que haya un gobierno legitimo en Honduras. Ciertamente cuando se trata de un país pequeñito sin petróleo y con mucha pobreza, es mas fácil la indignación unánime occidental ante las violaciones de los derechos humanos. China, Arabia Saudita, etc., es otra cosa.
El Frente de Resistencia contra el golpe de estado, poco a poco ha ido aumentando su capacidad de movilización, pero era evidente que el fracaso del plan Arias, y el paso de los meses, podían hacer irreversible la situación ante la llegada de las nuevas elecciones que intentarían legitimar el golpe. La comunidad internacional (empezando por EEUU, España y resto de Europa) tendría que optar entre mantener durante todo un mandato el aislamiento de Honduras o reconocer al nuevo presidente. En la primera hipótesis las consecuencias para la población serían severas y en el segundo caso quien reconociera al nuevo presidente sería señalado como cómplice de los golpistas.
Por eso la valiente decisión de Zelaya de retornar al país es una buena ocasión para desatascar el conflicto. Es posible (pero poco creíble) que sea cierto que el gobierno brasileño no conocía la intención de refugiarse en su embajada. Menos hay que creer la versión del teniente-coronel Hugo Chávez, según la cual Zelaya estaba volando con él, y de pronto se fue y apareció en la embajada brasileña, como diciendo que él, naturalmente, estaba en el ajo y que a Lula, le ha dejado el marrón. Más allá de celos personales, está claro que el sindicalista brasileño y el militar venezolano, expresan dos líneas distintas dentro del numeroso grupo de países latinoamericanos que se han dotado de gobiernos progresistas o de izquierda.
Ahora con Zelaya en el país hay que esperar la ruptura interna del bloque que sostiene a Micheletti (si sigue la presión internacional y la movilización interna) y la apertura de negociaciones sobre la base del plan Arias: reposición de Zelaya y elecciones sin reforma previa de la constitución, es decir sin posibilidades de reelección para Zelaya.
Los países sin ninguna sospecha de autoritarismo, como Brasil o Argentina deben encabezar la presión y la mediación entre las partes. Hay que esperar, y desear, que la salida sea rápida, democrática y pacífica, pues no parece que en Honduras nadie quiera que esto acabe como el rosario de la aurora. Tampoco parece que sean muchos los que suspiren por el lucero del alba.